Febrero 08, 2013.
Escribir ha sido siempre una actividad
importante en mi vida. Durante mi
niñez escribí fórmulas mágicas para demostrar “científicamente” cómo
pueden obtenerse diferentes colores utilizando medicamentos del botiquín
familiar combinados con lociones, cremas, talcos, masa para tortillas, jugo de
betabel, yema de huevo medio frita, canela y tinta azul o tinta china, o bien
cómo obtener un verde intenso machacando, con el enorme palo para trancar la
puerta, hojas verdes, cilantro, perejil y pasto. También escribí líneas en
paredes recién pintadas de la casa familiar para explicar “poéticamente”, a
quien quisiera leerlo, que, por ejemplo, lo que estaba embarrado en tal o cual
pared era la yema de un huevo estrellado que mi hermano Francisco había
arrojado con la intención de encontrar la cara de mi hermana Rosita. Sobra
decir que quien siempre se interesó en leer tales explicaciones fue mi madre y
que esa mi inquietud literaria de entonces, cien por ciento mural, fue debida y justamente castigada. De adolescente y durante mi muy primera
juventud disfrutaba la elección de palabras, y cómo combinarlas, para
construir frases que llevaran mi mensaje, en alguna tarjeta postal, navideña o
de cumpleaños, a la niña o jovencita que por aquellos años me quitaba el sueño.
Esos mensajes, todos, fueron tan cursis que actualmente los disfruto por eso,
por haber sido insuperablemente cursis. Durante
la juventud mi pasatiempo favorito, además de leer, fue la comunicación
epistolar, la cual jamás he abandonado. Escribí infinidad de cartas, breves o
no, a novias, amigos y principalmente a mi madre durante los años que viví lejos.
Eliminé lo cursi y me fui haciendo adicto de la buena redacción, de la sintaxis
y de la ortografía. Así fui desarrollando y puliendo un estilo para escribir
que, bueno o no, es mi estilo. Ya en
la edad madura, mucho antes de que se inventara el Fax, escribí cartas
a mis hijos; muchísimas a mi hija mayor que se fue a vivir a Alemania cuando
todavía no cumplía 14 años. Muchas a mi hijo, que vivía conmigo y a quien se
las entregaba en propia mano. Se trataba de mensajes sencillos y breves cuando
aún era pequeño, luego fueron más largos y profundos, generalmente frases de grandes
pensadores que escogía para él. Siempre sentí que nuestras conversaciones
debían terminar con algo escrito, aunque sólo fuera una línea. También le
escribí algunas cartas, muy pocas, a mi hija menor, que era tan pequeñita que no
sabía leer o que, ya sabiendo, no sabía bien a bien, tal vez, quién era el
“señor” que le escribía. Fue durante esa etapa adulta cuando, motivado por mis
convicciones, mi ideología y mi profesión, empecé a escribir ensayos. Algunos
fueron enviados a concurso y fueron premiados, otros formaron parte de mis dos
primeros libros publicados. Ya para entonces había escrito muchos relatos y
empecé a esbozar, temerariamente, lo que podría ser una novela. Cuando mi
madurez, en cuanto a edad, era plena, se popularizaron las computadoras
personales y con ellas la herramienta “Word”, tremenda facilitadora del proceso
de escribir y, sobre todo, del fascinante proceso de corregir y mejorar lo escrito.
Y me llegó la vejez. La vejez es hermosa,
así la vivo y así la siento, pero sé a ciencia cierta que un viejo necesita de
un aliciente muy personal para seguir en la brega con entusiasmo, con alegría
de seguir vivo y sentir, saber, que es importante para sí mismo y que hace algo
que considera relevante. Llegué a la edad (hace 8 años) en que tuve que
despedirme de la vida hospitalaria y, muy especialmente, de decir “adiós” a los
quirófanos. Mis neuronas supieron interpretar correctamente el mensaje que les
enviaba mi vista cansada, mi pulso que ya no era firme, mi resentida columna
cervical y los 68 años que pesaban como lastre inevitable sobre todos y cada
uno de mis músculos y huesos. La hora del retiro profesional había llegado. A
todos los viejos nos llega, pero no a todos nos llega igual. A mí me llegó cuando
gozaba, y gozo, de salud física y, muy especialmente, de lucidez mental. La temida
pregunta tras la jubilación de: ¿Y ahora
que voy a hacer?, no fue pregunta
que yo me hiciera. Sabía que iba a escribir. No que iba a empezar a escribir,
sino que iba a seguir escribiendo. Retomaría a tiempo completo mi trunca
novela, ordenaría mis relatos, escribiría relatos nuevos, abordaría otros
temas. Abrí en la Internet un blog en
el que publico escritos (posts), uno
de ellos, el más reciente, es lo que escribo en este momento. Soy pragmático y
objetivo, no en balde soy del signo Virgo al que tantos defectos le achacan los
que creen en la divertidísima astrología, por eso sé perfectamente que lo que
estoy escribiendo y todo lo que he escrito no le interesa ni importa a casi
nadie, pero me interesa y me importa a mí y eso es fantástico. Soy mi gran lector
y esto representa una gran responsabilidad Es como mi actividad quirúrgica: lo
que hice durante 38 años en las salas de operaciones de hospitales de sangre no
le interesó y no le importó a casi nadie, pero es mi gran tesoro. Evoco esas
batallas contra la muerte cada día de mi vida vieja. Es imposible comunicar a
alguien, ni siquiera a otro cirujano, la plenitud que se apodera de mí cuando
recuerdo aquello, mi gratitud al Ser Supremo, en el que creo y al que necesito,
por haberme permitido hacer lo que hice. Y así es con lo que escribo. Sólo el
que escribe disfruta plenamente lo que
hace. No importa que otros lo conozcan ni que se publique y tenga éxito o no. ¡Esta línea, esta frase la escribí yo! ¡Yo
escribí esta página, este capítulo, este libro! En esto reside la grandeza,
para mí, del proceso creativo.
¿Quien escribe
quiere ser leído? Por supuesto que sí, pero no escribe por eso.
Acabo de “publicar” tres libros. Escribo
publicar entre comillas porque no los estoy haciendo públicos. No los envié a
una casa editorial convencional ni a una del tipo de www.palibrio.com. Yo mismo
hice el trabajo de edición, yo diseñé las portadas y contraportadas y yo pagué
la impresión. Cada ejemplar me cuesta. Se trata de una “impresión del autor” limitada a 5 ejemplares por título. Uno para
mí, uno para cada uno de mis hijos y uno de reserva. Ni siquiera he decidido si
les enviaré a mis hijos sus ejemplares. De cualquier manera están aquí, en mi
refugio, y son de ellos, los lean o no. Lo que sí leerán los tres antes que
nadie, eso espero, es este escrito que
les enviaré como e-mail un día antes de subirlo como post a mi blog.
Los tres libros que mandé imprimir son:
1)
“Toda una Vida”. Novela. (441
páginas).
2)
“A veces el
Diablo, y otros relatos”. (386 páginas).
3)
“La Victoria
contra el Dolor y la Infección”. Hazañas memorables de la segunda mitad
del Siglo XIX. (348 páginas).
Los
tres libros ya están debidamente registrados en el Instituto Nacional del
Derecho de Autor.
Las
líneas que siguen, preceden el inicio de “Toda una Vida”:
Ésta
es una obra de ficción. Los personajes y los acontecimientos no existieron,
pero todo es cierto. Así como se cuenta sucedió todo, porque así sucede todo
siempre en algún lugar y en algún tiempo. Todo sigue ahí porque nada
desaparece, porque todo perdura aunque ya no exista quien recuerde.
Lo
que sigue es lo que aparece en la contraportada de “A veces el Diablo”:
Esta
es una selección de 18 relatos que no siguen temática alguna y que no conllevan
ningún tipo de mensaje. Dos o tres están inspirados en evocaciones. Dos o tres
en sucesos reales un poco camuflados. El resto son locuras. Nunca, mientras
viva y pueda, dejaré de escribir locuras. Conforme me voy haciendo más viejo
entiendo mejor mi mundo y sé, para mí, que lo más cuerdo que puede sucederme es
estar un poco loco.
Lo
que sigue es lo que aparece en la contraportada de La Victoria contra el Dolor
y la Infección:
Existen
muchos libros, completísimos, acerca de la historia de la medicina y también
libros maravillosos que dedican cientos de páginas a hechos aislados que representan momentos inmortales
en la evolución de la más humana de las ciencias. Obras, todas, dignas de
leerse. Este libro se centra en una época gloriosa en el devenir de la
medicina: la segunda mitad del siglo XIX.
¿Qué pasó durante esos cincuenta años
que sea digno de contarse? Sucedieron dos hechos de enorme relevancia: el
descubrimiento de la anestesia y la demostración de la existencia de microbios,
de organismos patógenos invisibles que causaban lo que en aquel entonces se
llamaba: putrefacción. Estos dos hechos cambiaron para siempre el rumbo de la
medicina, y muy especialmente de la cirugía.
Los
protagonistas de las hazañas que son la sustancia de este libro pueden ser
considerados, legítimamente, como “salvadores” de la humanidad.
Y
sigo escribiendo durante muchas horas todos los días porque la inspiración
aún no se agota, porque es lo que más me
gusta y porque hay que mantener muy activas las neuronas para cerrarle el paso
a la “enfermedad del olvido”.
Ricardo
Perera Merino.
Me llevaste de la risa a las lagrimas y me encanto leerte poruqe comparto contigo este mundo de letras. me inspiraste hoy y hasta unas frasecillas te robo para hacerlas mias!!
ResponderEliminarGracias por compartirte y por alentarme siempre en este mar de inspiraciones.
Febrero 08, 2013.
EliminarEl "mundo de letras" es de todos, Mónica, pero muy pocos lo saben. Menos aún son los que lo disfrutan leyendo o escribiendo. Tú eres muy especial y estás llena de inspiración y vigor. A tu papá, mi gran amigo con quien disfruto desayunar todos los martes, le comento con frecuencia cuánto te admiro. Eres un volcán despierto y en constante erupción. Si fueras tú la que yace junto sl Popo no estarías dormida, ni podría dormir "Don Goyo".
Te quiero mucho.
Ricardo Perera Merino.